El envase de los recuerdos: materia y metáfora del patrimonio

(Publicado por hoy Día Córdoba el Miércoles 23 de Junio de 2021)

Los procesos de metonimia se basan en la transferencia del significado de una entidad a otra. Nacieron en la semiótica y crecieron en el psicoanálisis lacaniano.

Tomarse una copa es una metonimia de continente a contenido porque el envase representa la bebida. Cuando queremos carne, más allá de la inflación y las restricciones de exportación, nos referimos a cuerpos que deseamos. Casi al contrario, una persona puede ser una buena pluma porque proyecta escritura por encima de su propia corporalidad.

La transmutación entre sentido y materia también opera a nivel psicológico en un proceso de contagio simbólico. El olor a pasto cortado nos conforta porque representa a papá, y las llamadas a esa hora siempre son malas noticias porque ya nos pasó antes.

Los procesos de patrimonialización y su hermana malvada la despatrimonialización son altas expresiones políticas de metonimia social. Lo abstracto cobra corporalidad -inclusive en el caso de los fenómenos intangibles como la música- y la carne se vuelve carnaval. Los recuerdos, deseos y añoranzas de una persona, y fundamentalmente de un grupo, cobran entidad en una coyuntura histórica concreta transfiriendo significados a esculturas o edificios para inflarlos dentro en el imaginario popular.


De la pintura al bronce

En la ruta, a velocidad crucero, aparecen pequeñas grutas coloradas. Incrustan una pérdida en el rabillo del ojo y luego desaparecen. Con modestia, unas estrellas amarillas tatúan el asfalto para resaltar caídos al volante. 

Después de estacionar el auto, unas placas de bronce o mármol intentan señalamientos más sólidos. En este caso pareciera un relato con voz engolada.

Del portaretrato en alpaca a la escultura ecuestre vaciada en bronce, el dedo índice de la memoria colectiva subraya aquello considerado historia y, por consiguiente, patrimonio. Ese dedo, por omisión, decide lo olvidable. E inclusive condenable.

El derecho al recuerdo se solapa con la imposición del memorial y de ese conflicto surge un relato social con profundas raíces. Son las que sostienen el terruño conteniendo a las tierras jóvenes para evitar el desplome histórico.


Elegir la elegía

La patrimonialización dibuja los bordes de una identidad conjunta. Es una elegía, pero también un proceso que no es ingenuo ni objetivo porque propone, entre otras cosas, arquetipos. Tanto es así que la Estatua de la Libertad, el Cristo Redentor o el Arco de Córdoba son referentes totémicos de gran eficacia simbólica. Igual que los San Martín ecuestres. ¿Porqué el plural? Puesto que aparentemente existen 57 copias en Argentina y más de una docena en el exterior proyectando lo mejor del ser nacional. 


En ese esfuerzo de representatividad se descuidó su omnipresencia en la moneda nacional y la metonimia política empezó su juego: Un billete encabezado por un Hornero o una Taruca no fue lo mismo que otro con las Islas Malvinas, Eva Duarte o Julio Argentino Roca. La devaluación monetaria ha sido paralela a la caída en desgracia de figuras históricas, en un siglo que se esfuerza por derribar algunos íconos mundiales, como Saddam Hussein, Lenin, Chavez, o más recientemente Cristóbal Colón. Aquí San Martín está a salvo, pero hay cancelaciones para Rosas y otros. El pueblo puede ser efusivo en su análisis sobre la labor de patrimonializar, y una zona que siempre ofreció gloria, hoy también puede tener un capítulo de controversia importante.

Sarmiento o Sabatini, así como Perón e Illia, o el Chango Rodriguez y nuestra Mona Jimenez no son figuras inertes y su ecualización en la memoria colectiva es un ejercicio de alta política para la amplificación del discurso hacia el futuro. Como potencia en potencia, debemos cuidar nuestro olimpo de héroes a celebrar.

Gardel, a manera de ejemplo, es una referencia que se transformó en Patrimonio de la Humanidad, de la mano del tango, por obra y gracia del poder porteño. Rodrigo Bueno, hizo un ejercicio de sacrificio extremo y poco más que el Gigante de Alberdi le reconoce. Cierto que no es poco. 

Lo que hace unos años era polémico -un músico popular entronizado- hoy es menos cuestionable que la figura del Marqués de Sobremonte en una plaza. En esa encrucijada basta recordar los monumentales debates sobre el destino de las 623 toneladas de Colón por la Ciudad de Buenos Aires. Habrá que celebrar, eso sí, el gran ícono femenino que supone Juana de Azurduy -la nueva inquilina del sector- entre tantos hombres esculpidos.


Recuerdos propios, contradicciones comunes

La monumentalidad presume de una objetividad de piedra pero proyecta sutilezas sobre los guardapolvos. Estar en la plaza, por su parte, da una visibilidad que obnubila otras historias: El querido Cura Brochero compite con Jerónimo en la Plazoleta del Fundador y ensombrece el recuerdo del lustrín que trabajaba en 27 y Trejo. 

El propio Jerónimo Luis de Cabrera, a su vez, tiene una espada temida por los pueblos originarios, pero nos recuerda el riesgo de ser ajusticiado por cuentapropista, monotributista o básicamente cordobés rebelde.

Un capítulo aparte merece el inflamado listado de los inmuebles declarados patrimonio. Su meritoria arquitectura muchas veces es causal de deterioro debido a las restricciones -con ánimo de cuidado- que les impone el estado, que derivan en desánimo seguido de abandono entre los propietarios. El mercado inmobiliario mide todo con el largo de un billete. Y luego muestra su insensibilidad histórica. O histórica insensibilidad, como se prefiera.

Pasan los años, cambian las referencias y las comunidades se sienten con derecho a una democrática patrimonialización de temas que conforman un proceso de reparación histórica. Así como la despatrimonialización de casas, familias o personas que dejaron de coincidir con la época.

Volviendo a lo simbólico y las personas, también hay inflamación patrimonial en los próceres cercanos con otros riesgos progresistas ¿están a salvo de ser cancelados figuras de las décadas recientes que vivían realidades tan cercanas como remotas? Jardín Florido nunca llegó a escultura y ahora mira con preocupación la altura de la mujer urbana.

El imaginario público es una metonimia de nuestra sociedad: siempre está tensada por recuerdos individuales y contradicciones compartidas.-


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