El hombre que explicaba las cosas: Un homenaje a Arnaldo Perez WAT

Publicado por el Hoy día Córdoba, el transeúnte, 18/09/2025

El triunfo del conocimiento es poder explicárselo a otra persona. Si es con una sonrisa, el triunfo es mutuo. Nos hubiera gustado que Walter Tolaba leyera este merecido reconocimiento sobre su condición docente, una faceta menos conocida de su trayectoria. Aunque mañana nos falte su llamada desde el fijo, aprovechemos el día del profesor para hacer justicia.


Éramos tan jóvenes 

En mi casa era una costumbre que el primer sábado después de comenzadas las clases, te preguntaran qué profes “te habían tocado”. Estábamos en la cocina cuando lo comenté, y tanto mi mamá como mi papá pegaron un salto como si hubieran recibido un choque eléctrico. Ese sexto año mi profesor de filosofía sería Walter Arnaldo Tolaba, quien ya iluminaba a buena parte de la clase media desde su programa dominical de radio, bajo el pseudónimo de Arnaldo Pérez Wat. Su técnica consistía en partes iguales de erudición, humor y música de cámara, como si se tratara de un negroni de saber.


No. Yo no conocía al profesor, en cierta medida porque los domingos a la mañana eran un sector abstracto de la semana para un adolescente que dormía tan plácidamente como nunca volvería a hacerlo, pero mis padres me regalaron una admiración tan bonita que debería haberla guardado en uno de esos frascos herméticos que mi mamá ordenaba para poner mermelada de naranja.


En ese entonces Pérez Wat, o Tolaba, hacía un delicado equilibrio entre la docencia y la radiofonía. Pensaba que la enseñanza era sagrada, mientras que la radio era dulcemente profana. Él no lo sabía entonces, pero llevaba cientos de programas emitidos y aún le quedaba otras décadas de locución hasta que hace pocos meses, con 93 años, el contador de historias más cálido de Córdoba dejó que su voz circunspecta se disolviera en el dial. 


Seriamente irónico 

Dado que su escritura, fundamentalmente en La Voz (aunque también en libros) y su estilo radial enciclopédico y mágico constituyen su legado más reconocido, con especial mención de Radio Nacional y sus últimos años en Radio María, es un acto de justicia recordar su imponente figura en el aula pública.

Sus clases, contrariamente a lo que diría cualquier adolescente, eran lo mejor que podía pasarle al jueves. Con magnetismo y elegancia, todos los alumnos del Monserrat terminábamos la hora rodeándolo con devoción.

El profesor podía hablar de absolutamente cualquier tema con una fortaleza intelectual que hechizaba hasta los más revoltosos. Y aceptaba desafíos de todo tipo en su militancia docente “¿Y qué opina del presidente Menem? ¿Y por qué Kant nunca viajó? ¿Y qué es la corrupción? ¿Cuándo se es y cómo se puede no ser?”
Hacía en el aula su prestidigitación de conceptos, como en el receptor, con cualquier autor, concepto o escuela. Su mirada traslúcida se ganó el respeto absoluto del aula con sabiduría y mucho humor porque era la única persona que vi hacer chistes de los chistes. “Señores alumnos (éramos todos varones en ese colegio, en ese siglo) quienes puedan escribir un chiste radiodifundible en el examen trimestral recibirán medio punto extra.” Una idea tan delirante como irreverente para dejar por escrito la inconsistencia de la calificación. 

Recuerdo con claridad una mañana cuando, al ingresar al aula, elevó su prometedora nariz y olfateó hacia el techo hasta concluir con la fuerza de los presocráticos y los empiristas juntos “¡hay olor a cigarrillos negros!”. Respondimos que el profesor de matemáticas -por cierto apodado la morsa por su coincidente silueta, bigotes y pasión por fumar (en esa época se decía “fuma como una morsa”) encendía un Particulares entre los teoremas, y polinomios. Erguido como un inca -probablemente herencia de su legado aymara- declaró “si los docentes fuman, ustedes alumnos podrán fumar”. Ese día fumamos en el aula hasta que llegó el jefe de celadores completamente enloquecido e intentó convencer al docente de tamaña irregularidad. Imperturbable, parado en lo alto de una pirámide compuesta de siglos de filosofía, respondió “los derechos son iguales para todos”. Fumamos varias semanas en la clase de filosofía hasta que los profesores dejaron de fumar dentro de las aulas y volvimos a una cristalina enseñanza. 


Todo tenía sentido

A nosotros nos costaba concentrarnos en temas académicos porque toda nuestra energía mental se destinaba a temas como la música, el amor, y las salidas -si es que hubiera manera de separarles-, y por eso el esfuerzo de enseñar era mayúsculo. Pero nuestro profesor de filosofía que nunca llegó tarde, faltó, o hizo paro (afirmaba militar con la palabra y un día menos eran menos ideas circulando) lo conseguía por diferentes vías. Una mañana consultó si había jugadores de ajedrez. Respuesta sí, cerca de 10 experimentados y otros tantos iniciados y nos desafió a jugar en 4 equipos diferentes contra él. Nos dio ventaja, ingresaría a hacer los movimientos en todos los tableros y esperaría afuera para dejarnos debatir. Imaginen el resultado favorable para el más irreverente de todos los docentes. 

Al día siguiente, una mañana de Agosto de 1992, con la admiración regulada en el máximo, consiguió exhibirnos la belleza de los silogismos y dando lección -me imagino uno entre cientos de sus alumnos- identifiqué un patrón que era silogismo pero también gracioso. El premio tenía forma de diez pero la mayor satisfacción fue una sonrisa que se talló en los huesos de mi cabeza adolescente.

El año siguiente, último del secundario, fue para el olvido, y la universidad trajo nuevos referentes y otras visiones. Pasó el tiempo y, exactamente veintedós años más tarde, le llamé por teléfono para convocarlo a una comisión consultiva. Bajo estricto juramento dije “por indicación del Intendente de la Ciudad queremos invitarle a integrar un consejo…” 

Con pudor, avanzada la conversación, agregué “fui su alumno” y, con la misma lucidez que debe estar usando ahora para explicarle a los ángeles por qué vuelan, me respondió  “Claro, sos Marchiaro, él del silogismo”.-


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