El principio de la mediocridad y la descalificación

(Publicado por el diario Hoy Día Córdoba el Miércoles 17 de Agosto de 2022 - La ilustración es de la genial Viviana Di Campli) 

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    Las palabras son como las semillas: atraviesan el tiempo y el espacio en búsqueda de fertilidad. En su reducido interior habita un árbol, una hoja, o tal vez una página. Poseen una raíz y, en potencia, un follaje de sentidos.
Las hay pequeñas y grandes. Aquellas que flotan con liviandad y otras que son graves. Unas se enganchan estratégicamente para ser transportadas, emigrar y crecer lejos. Otras se quedan en su zona familiar. Eso sí, todas presentan formas y diseños diferentes.
Delicadas o duras, se clasifican según posean caparazones o acentos. En cualquier caso serán tragadas o cagadas, hibernarán latentes o surgirán inmediatamente.

Las palabras, como las semillas, recorren la profunda noche azul con la misión de brotar, al final de su viaje, en terreno fértil. Esa noche es el debate político de nuestro tiempo nacional cuyo carácter inhóspito, lejos de incrementar su vegetación ideológica, es una otredad estéril. Históricamente hablamos porque queríamos germinar en los otros, pero tristemente, esa práctica es historia pasada. Ahora la comunicación se interrumpió y sólo queda gente gritándole a una nube.

El exterminio de los calificados
    El bosque del debate está seriamente amenazado por la descalificación. Un proceso de desertificación social se expande y, aunque nos hemos acostumbrado paulatinamente, no hay ánimo de intercambio. Las ideas de determinada persona, o su propia presencia, no son tenidas en cuenta porque escribe en un medio de comunicación que pertenece a un grupo empresarial. Más genéricamente porque integra -o no- un espacio ideológico afín. El diálogo se diluye entre interlocutores reactivos, blindados a la postura del otro. Inclusive el ejercicio de la polémica -y hasta del propio debate- han perdido toda vitalidad porque el interlocutor es tierra yerma. Está descalificado, y lejos de intercambiar vida para la diversidad intelectual y vegetal de la comarca, su ser es una equivocación.
En materia política todo lo que emita el otro será mentira, basura, falsedades, y surgirá de intereses espúreos, mientras que uno de los nuestros dirá siempre lo correcto, por más incorrecto que sea. Esta suerte de monocultivo ideológico aspira a la desaparición de la otredad, una práctica persecutoria que se ejerce con mayor facilidad en las redes sociales y otras falsas ágoras.

El extremo de esta circunstancia es el vaciamiento de la denuncia. Las acusaciones están edulcoradas y carecen de importancia, razón por la cual la Vicepresidenta puede decir que “...la justicia es un asco…” y al día siguiente todos vamos a trabajar alegremente. Lo mismo pasa con las graves acusaciones internas de la oposición que horas más tarde son transformadas en un tuit, y luego devalúan hasta desaparecer.
El intercambio y hasta el convencimiento deberían ser una apuesta por la vitalidad del verbo, una consideración de que dialogamos con una persona calificada. En todo caso, el principio de la mediocridad puede ayudarnos.

No somos tan especiales
    Uno de los efectos colaterales de este tiempo superexpuesto está vinculado con la extraña sensación de centralidad universal que cada usuario le atribuye en sus posteos. En las diversas redes sociales las personas se autoperciben paladines de la verdad absoluta.
Entonces es fundamental destacar que una posición equidistante deriva del principio de la mediocridad que, lejos de ser -también- un descalificativo, opera como un paradigma científico importante. Propone que no hay, ni observadores privilegiados, ni momentos intrínsecamente especiales. No importa la cantidad de seguidores, tu opinión es una semilla más de la biósfera.
De hecho, el matemático y cosmólogo norteamericano John Richard Gott, desarrolló una fórmula para aplicar el principio de la mediocridad. Con esta operación ha conseguido estimar de forma fehaciente la duración de fenómenos sociales tan diversos como la permanencia del Muro de Berlín, o el tiempo en cartel de obras de teatro estrenadas en Nueva York. Su fórmula, científicamente validada determina que, por regla general, estamos en una parte y posición no protagónica del proceso histórico. Por ello las palabras y semillas nos rodean, conformando un enorme panadero que el destino sopla sobre nosotros. Aunque no lo sintamos.
Los vilanos, o plumas del panadero (una asterácea conocida como Diente de León que abunda en el patio) son semillas cada vez más ocultas en una conversación nacional que se vuelve monocorde. Choro, planero o neoliberal; zurdo, pañuele, o gorila, son el glifosato que envenena el diálogo. La fertilidad del debate calificado, como la naturaleza, está rigurosamente ordenada con un criterio noble y democrático que nos ubica en lo que somos: simples mediocres presumidos.

Simbiosis
    En la diversidad de los discursos, así como entre los vegetales, se trazan los vínculos de un ecosistema caracterizado por procesos de simbiosis donde árboles sombríos y pequeñas plantas rastreras, plantas frutales y aves que trasladan sus semillas en el intestino, viven gracias las relaciones entre sí.
Oficialismo y oposición, debate parlamentario y labor periodística, perduran estrictamente en las interacciones existentes entre todos. Aunque sea costosa o beneficiosa, parasitaria o complementaria, el intercambio evita la desertificación. Por el contrario, la cancelación o la descalificación son procesos reduccionistas que nos amenazan gravemente.
Retomando que las palabras atraviesan la noche de nuestra historia como semillas viajeras ordenadas por la melodía política y el soplido de la época, hemos de preocuparnos por el fértil descanso nocturno de la democracia. Mañana, cuando despertemos como sociedad, si el sueño fue respetado, tendremos un gran día.-

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