Lleva adelante el proyecto Minuta, una idea sencilla y grandiosa: soldar las historias de personas con comedores. Como el hule y los platos durax, la unión se dará al calor de la comida y de esa adhesión surgirán unas fotos mentales beodas de un color filoso y varios argumentos chillones.
Ni Wong Kar-wai hubiera elegido tan acertadamente al Club Guayaquil, un refugio de Barrio San Nicolás donde el tiempo pasa en puntas de pie.
Puerta, pizarrón y trapo de piso componen la divina trinidad que te recibe después de un viaje intergaláctico en remis. En el interior, una maraña de trofeos bochófilos coronan fotos de equipos campeones que desempeñaron su faena en el estadio mundialista de bochas. Auspiciado por todos los sodeados que se consumieron de los comechingones a esta parte, Matias está sentando en una mesa iluminada por el reflejo multicolor de unas copas de latón que brillan como diamantes. Te mira como si hubiera venido directamente de Beirut o Baalbek. Pero a la manera de un emperador otomano que disfrutó el viaje.
Sus escuderos llegarán poco después armados con una lente que ve el alma y una botella de Terma que la fermenta.
Unos parroquianos guardan los naipes con desconfianza mientras la señora de todas las tabernas del mundo te explica el menú como si fuera su primera vez. Sus caderas, el andar cancino y una rejilla de seda pura como la pritty, dejan traslucir un austero orgullo, fruto de haber apilado más décadas que platos en la bacha.
La pasta llega con una vigorosa sensualidad y una lluvia de queso cortado a hachazos. El flan de postre está edificado con una dignidad más firme que el Faro del Parque.
Alguien unta todas las poses de los foodstagramers en el dulce de leche y se toca la barriga. Estamos en el común denominador de todas las fantasías que caben en la palabra comida, pensás, mientras la limusina verde manzana te lleva a las entrañas de la tarde.-
Comentarios