Eterno resplandor de una ciudad con recuerdos

(Publicado por el Diario Hoy Día Córdoba en su edición del Miércoles 30 de Septiembre)

Si te filtrás en las entrañas de la ciudad, más o menos a la altura de Colón y Tucumán, vas a dar de lleno con uno de sus órganos más importantes: Cinerama. Sorteando locales de bromas y cafés con leche, atravesando una membrana de olor a pochoclo te espera ese oscuro resplandor que baila entre las butacas como un demonio. Ir al cine, habitar el cerebro de los shoppings, supone esconderse del mal, abrazado a una entrada, y viajar guiado por el proyectorista hacia todas las metáforas de la humanidad. Sortear la incertidumbre con un acto reposado, escapar a la vibración cotidiana y dejar que se agite la cabeza.


Ir al cine, vivir una y mil vidas en Córdoba y por unos pocos pesos, es una de las prácticas ciudadanas que más extrañamos. Resulta que, quienes conocimos el cine de 35 milímetros, e inclusive el cineclubismo que se podía medir con una cinta de 16mm, tenemos procesador y memoria alimentados a celuloide. 

Termina Septiembre y se completa otro mes sin actividad cinematográfica, una industria que, según la Cámara Argentina de Exhibidores Multipantallas tiene más de ochocientas salas en todo el país y que incluye a miles de trabajadores. Si a esa estadística le sumamos los cineclubes y las salas pequeñas o independientes, seguramente nos acercaremos a casi mil templos que cultivan a los Lumiere como dioses. Los trabajadores están contemplados en las ATP estatales y el sector solicita, siempre desde la Cámara, seis meses de gracia una vez que se reactive la actividad. Se ha desarrollado un protocolo bastante prudente, en especial si se tiene en cuenta que dentro de la sala ni siquiera se habla. Proponen distanciamiento al ingreso y butacas de por medio, salvo para el caso de espectadores convivientes. 

Mientras se reagendan los estrenos del año, y el consumo de películas converge irreductiblemente en plataformas como Netflix, una enorme comunidad de feligreses, que van desde las distribuidoras hasta los críticos, ve cerrar definitivamente a las pequeños y más frágiles salas. De profundizarse esa situación se concentrará la oferta en cadenas más comerciales y menos diversas en sus propuestas, con el consecuente empobrecimiento de la variedad que tanto ha valoramos. Vale recordar que Córdoba ha sido, históricamente, una ciudad destacada en materia cinematográfica.

Es difícil recordar el año. Tal vez fue en 1984 cuando mi tío José nos llevó al Buen Cine del Cerro. Eramos unos primos sentados en la matiné de una muy pituca Precedo. Llegamos de la mano con instrucciones de no separarnos y ver el doble programa que incluiría mi primer recuerdo cinéfilo: una olvidable película de un hombre que rompía paredes. La vimos adheridos a la butaca junto a mis primas María y Ana. Las salas de cine tenían un carácter magnético para los niños que, en mi caso, me imantarían por décadas. El vínculo con la pantalla fue una extensa proyección que mi mamá se ocupó de cultivar, con un escenas destacadas. Diez años más tarde vimos juntos Pulp Fiction en el Gran Rex. Esa sala y su magia céntrica me gustaban tanto como Mia Wallace.
Un año más tarde, siempre obnubilado por las proyecciones, tomaría mi primer trabajo: Proyectorista de cine en El Angel Azul. Un extraño guión vital me puso de actor secundario junto a un protagónico Daniel Salzano, el hombre más fílmico de Córdoba, cuya historia merece otra nota. Sólo diremos que de Él aprendí que los únicos besos sin labios que valen la pena, son los de la pantalla. Una reflexión que vale doble en pandemia.

De espectador a proyectorista, cada noche se respiraba el aire de los cinéfilos e intelectuales, de los habitantes de la nocturnidad y las estudiantes. Alguna noche escuché a Jerónimo Luis de Cabrera vitorear, entremezclado con el público, una de Almodóvar.

Ya nadie lo recuerda, pero nuestra Ciudad, sí: la del Suquía y la Cañada, fue una plaza cinematográfica que emitía opiniones tenidas en cuenta en todo el mundo sobre lo que se proyectaba. 

Desde la década del sesenta en adelante -y lo comprobé muchos años más tarde cuando las revistas eran un medio de locomoción ideológico- lo que Córdoba decía sobre una película generaba tendencias. Esto era tan cierto que Fellini y Visconti sólo coincidían en sus preocupadas llamadas al Bar Baranoa de Colón y General Paz para saber que se comentaba sobre sus estrenos. El oscuro y misterioso vértigo del espectador, una surte de sublime y subliminal mensaje, también era codiciado por los autores. 

Tal vez por eso, medio siglo más tarde, Todas Las Críticas es un sitio cordobés de referencia nacional y figuras como Cecilia Barrionuevo, cordobesa y directora del Festival de Cine de Mar del Plata (entre muchos méritos más) suponen la nueva generación de gestores. Una mujer que empezó en las butacas de El Ángel Azul. 


La cultura cinéfila está tan enredada en nuestro inconsciente colectivo que, como la hiedra, echó raíces en infinidad de salas. A los Hoyts, Showcase y Cineramas que añoramos en la actualidad, deberíamos agregarle los caídos en cumplimiento del deber: Palace (allí donde se cuenta que cantó Gardel), el Ocean, el Odeón, el Luxor, el Moderno -luego Piojera-, el Sombras, y muchos otros militantes de la oscuridad luminosa como el Microcine, Urquiza, Avenida, Ideal, Palace, Renacimiento, Select, Imperial y Lyon D’or. Este último, además de estar en Alta Córdoba gozaba -como muchos de sus pares- de nombres rimbombantes que se asociaban inmediatamente a las celebridades que les habitaban. 

Desde siempre nos llega el legado cineclubista cordobés, con el querido Córdoba Buen Cine de 27 de Abril, la histórica Quimera y el Cineclub Municipal. Más lejos en el tiempo pero igual de valiosos, estaban los escolares como el Peña o los pornos como el Eden -cuyas escenas prohibidamente permitidas ha relatado Roberto Videla con magistralidad-. 

Lejos de haber sido santuarios con impronta mortuoria, las salas de cine siempre fueron un hervidero de ideas, encuentros, y desencuentros amatorios, políticos e imaginarios que albergaban profesionales, parejas y chupineros céntricos sin más distinción de raza que sus palpitaciones fílmicas. Podríamos considerarlas un neonatal de nuestra civilización, una sala donde cobramos conciencia de quienes somos y seremos, ahí en la oscuridad del nacimiento de nuestras almas colectivas.

Volver a la butaca, de la mano de Marvel o de Bong Joon-Ho es una necesidad que, por más que repaso la Declaración Universal de los Derechos de Hombre, aún no fue incorporada como bastión humanitario. Pero debería serlo. 
Tomen nota señores teóricos del derecho internacional.-

En la foto, el equipo de El Ángel Azul en 1995 o 96: Miguel Peirotti, Ramiro Ortiz, Cecilia Barrionuevo, Mariela Bogdanov, Graziana Palazzo, Guillermo Franco, Daniel y Cristina Salzano, y Pancho Marchiaro.

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