El proyectorista y el poeta

(Publicado por la Revista Intramuros N48, Febrero de 2019) 

Los primeros trabajos de las personas siempre encierran anécdotas fabulosas. Un poco por el ánimo de dejar -de forma prematura- la impronta propia en un quehacer; un poco porque el paso del tiempo le agrega esa condición fabular que nos obligará a aterrizar en la zona ficcionalizada de la memoria.

En mi caso había estudiado fotografía (en aquel entonces precámbrico las máquinas que manipulaba hacían “clack” al obturar, mientras que hoy permanecen abandonadas en distantes capas de la geología de las prácticas culturales) por lo que estaba familiarizado con las lentes, las películas y la luz. Debido a ello no resultó tan llamativo que comenzara mi actividad en el mundo de las instituciones culturales como proyectorista. Trabajaba en un cineclub céntrico llamado El Ángel Azul armando las películas de 16 y 35 milímetros que un equipo de críticos había programado previamente, y cada noche las proyectaba a una feligresía creyente en el poder celestial del celuloide.

Era un trabajo nocturno, fuertemente atravesado por la bohemia, que contaba entre sus virtudes una tolerancia a otras actividades diurnas como el estudio, la caza de imágenes urbanas silvestres (que es fisiológicamente indispensable para un flaneur de los 90s) y cuyo gremio permitía consumir todo el cine que uno quisiera sin pagar la entrada en sala alguna.

Pero aquella pequeña sala en particular hacía gala de una condición cineclubística caracterizada por el material exhibido pero también por su público. De este último colectivo, debido a mis preocupaciones de entonces, he de destacar un significativo número de romances juveniles cargados de lírica e idealismos, además de una muy buena musculatura del ojo cinéfilo y la consecuente osamenta de la imaginación.

De aquel tiempo hermoso recuerdo especialmente dos capítulos. El primero: una noche proyectábamos El Pibe de Carlitos Chaplín (todo un alivio después de una temporada de Ingmar Bergman movilizando nuestras vísceras emocionales) y, al finalizar el film, debido esa montaña rusa de emociones que combina en dosis precisas, alegría, piedad y pena, los asistentes aplaudieron. Fue un momento apoteósico ya que, al no estar ni Chaplin ni Jackie Coogan presentes, decidí apoderarme de ese reconocimiento que iba dirigido a quienes habían realizado la obra. Esa noche me apropié de ese agradecimiento por el simple hecho de haber puesto a rodar la película, y por sobre todas las cosas, esa noche supe que quería ser. Mucho antes que apareciera la idea de gestor cultural, sentí un llamado, una celebración por el oficio de montar actividades culturales de la forma más elemental. Era el ejercicio puro de agitador cultural. Era promover la unión entre la creación y el público. Un momento para que el arte sea encuentro, sea cultura viva.

El Segundo, ¡y qué bronca me da que queda poco espacio!: Antes en ese mismo tiempo, transité una inusual entrevista laboral con el director de la institución. La Argentina vivía tiempos de menemismo y trajes oscuros decorados con caspa en los hombros, pero este hombre, un cincuentón que acababa de volver de un exilio autoinfringido en España, me hacía preguntas con absoluta naturalidad a bordo de un estridente traje dos piezas de color verde. Era Daniel Salzano, uno de los grandes poetas de esta parte del atardecer.

Desde entonces y por muchos años tomamos tantos cafés juntos -él lágrima, yo negro o rubia y fresca- que podríamos conectar Córdoba con Hollywood uniendo sobrecitos de azúcar sin usar. Él diabético, yo amargo.

No estoy en condiciones, y probablemente nadie pueda, de intentar la descripción de un hombre compuesto íntegramente por palabras. Pero se merece un espacio particular, en tanto autor del mejor puente entre Madrid y Córdoba, un ejercicio que entiendo persigue esta columna y razón por la cual me voy a animar a dejar unas palabras que alguna vez compartiera sobre el escritor que decía, en referencia al diario local, nunca escribí en otra parte que no fuera La Voz. Creí que era una hazaña, pero ahora me doy cuenta que es un honor.

Nacido y criado en la calle Charcas, a la sombra de los alaridos de las locomotoras, siempre fue un antiacadémico que aprendió a escribir en resmas de servilletas que exigían libertad de uso. Sépanlo, insisto, tipos como Daniel Salzano sólo necesitaban un curso de mecanografía. Decidió ser poeta leyendo a Tuñón en un tranvía, siempre demostró que estaba vivo escribiendo. Por eso es inmortal. Confió en sus manos. Yo las conocí y puedo jurarlo, era el poeta mayor de esta ciudad. Vivió en España para pelearse con su vecino Rafael Alberti cuando este último le pegaba trompadas a la pared para que el Espadachín mayor de la Ciudad de Córdoba, dejara de joder con la máquina de escribir.
Fue allá, en España, donde Salzano vio renacer la democracia argentina, y tomando imágenes de una reunión con Alfonsín y su gato, escribió un carta a su viejo, un ferroviario radical, pronosticando el triunfo de las libertades y los derechos humanos.
Caminó Madrid de punta a punta pero nunca encontró un cortado al revés que huela como una etiqueta de Saratogas recién abiertos -sus fasos preferidos- y, habiendo viajado por todo el globo, nunca encontró un feca mejor tirado que esa tacita del céntrico Sorocabana donde una escultura lo recuerda. En síntesis, el poeta concluyó que el sabor de un café surgía de compartirlo con un amigo, por eso hoy siguen sentándose a su lado cientos de cordobeses en busca de su identidad.
Se volvió a Córdoba y ordenó alfabéticamente los trajes más alegres del microcentro en su guardarropas. Salzano nunca había perdido la tonada que nos caracteriza pero había ganado los años de libertad autografiada por Felipe González, mientras acá langidecíamos recalentados en el microondas de la dictadura. Salzano traía la libertad y se notaba porque vestía como una persona feliz, y decía -y por eso este pequeño homenaje- la emoción es un muy buen motor para escribir.

Una verdad que hago propia al recordarlo en esta oportunidad de oro que ofrece la revista para edición dedicada a Córdoba.


Nací en Córdoba en Febrero de 1976. Soy de los afortunados argentinos abrazados por la educación pública: Estudié en el Colegio Nacional de Monserrat, luego cursé estudios de fotografía y derecho. Un tiempo después me licencié en Política y Administración de la Cultura por la Univ. Nacional Tres de Febrero donde aún colaboro en sus cátedras. He publicado en diversos medios y antologías y , además he podido presentar algunas ideas en libros que editó RGC, editorial especializada en Gestión Cultural de Argentina. Me tocó conducir el Centro Cultural España Córdoba (labor que se me reconoció con la Orden de Isabel La Católica) y, más recientemente, la Secretaría de Cultura de Córdoba. Me distinguieron como Joven Sobresaliente, con una beca Universia, y el gobierno de España también lo hizo con un proyecto del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Ahora que no soy más joven y que, en todo caso estoy del otro lado del mostrador de las becas, miro en retrospectiva todas esas personalidades e ideas que componen mi hacer cotidiano y creo que las exposiciones, las conferencias y cada una de las sobremesas que compartí con creadores e intelectuales de la más variada índole, son las distinciones que más celebro.-

Comentarios