Un flâneur en bondi

(publicado por Ciudad X, Julio de 2011)

Tratándose de una crónica, este texto comienza con un hecho real en una librería de nuestra ciudad.

El lugar no es otro que Rubén, de calle Colón, el anaquel de saldos más diverso del centro; allí donde los libros de arte y los de porno conviven en promiscuidad. En una tarde de los primeros años del dosmil descubrí ahí un ejemplar de Arte, prosperidad y alienación, de Roy Mc Mullen. Rodeado de onanistas leí que la modernidad “mina la vitalidad de los viejos estilos para comunicarles, luego, una nueva vida difundiéndoles más ampliamente que lo que nunca lo estuvieron en el pasado. Aliena e integra, deshace y rehace...”. Valía, seguro, los diez pesos que cotizaba. En el colectivo lo empecé a hojear más detenidamente y, en detrimento de su posible integración a mi biblioteca, descubrí que había tenido un dueño anterior: la página de cortesía, arriba a la derecha decía “De Lorenzi”. Yo conocía a Cachoito por algunos libros en los que habíamos trabajado juntos, sobre todo en los de Daniel Salzano, pero no había mucha confianza entre nosotros, así que le mandé un mail. Todavía conservo, gentileza de hotmail, unas frases diciéndole que tenía su libro y que se lo devolvería a cambio de un café, siempre suponiendo un robo entre el dueño y el compraventa. Pero Cachoito había vendido el libro porque no le gustaba el diseño de tapa, aunque accedía a un café para hablar de eso. Leí el libro, probablemente de forma febril porque me pareció una mezcla lisérgica entre Canclini y Danto (referencias que jamás volví a encontrar) y, tratando de agradecerle a Cachoito la bibliografía, le compré Postproducción de Nicolás Bourrriaud. Se suponía que era lo mismo que McMullen, pero actualizado. Él entendió el mimo y se extendió en la charla. Debemos haber tomado unos nueve cafés y, como todavía se fumaba en los bares, el cenicero hirvió de Colorados como si se tratara de un antecesor del Puyehué. Llegué varias horas tarde a donde debía ir después, pero con la cabeza igual que el cenicero, hermosamente quemada.

Todavía Cacho era el alma gráfica de La Voz y trabajaba en muchos lugares más. Era como 10 hombres, sin embargo toda esa actividad no le había vaciado el corazón sino que lo mantenía lleno de ideas. Recuerdo que en otra fumarola de esos días le pregunté por la ciudad y me dijo que le entraba por la ventana del colectivo, porque De Lorenzi recorría en bondi las calles de corderoy. Él, como la ciudad, vestía esa tela en pantalones, sacos y gorras. Y siempre los remataba con unos timbos un poco fusilados pero muy grandes, y nunca negros. Only Marrones. ¿Qué habrá significado?


Había nacido en el 40, así que lo conocí con más de 60 años pero no se le notaba ninguno. Era, de hecho, el tipo más joven que me visitaba, al igual que su coetáneo, el Negro Carlos Narvaja, para el que no se me ocurre un calificativo mejor que negro culiado. Los dos tenían un amigo en común, el gran Jorge Bonino, quizás el artista más interesante que dio esta provincia. Los tres habían pasado por donde se debía: la Facultad de Arquitectura en los 60, cuando se suponía que ahí estaba el punto de fuga. Pero nuestro protagonista se bajó rápido de los moldes de la enseñanza y se dedicó al diseño, primero en la agencia de Borioli y Pont Vergés, por gentileza del primero -y a pesar del segundo-, dice la leyenda.

Su vanguardismo hizo que se acercara después a la televisión de los SRT, donde trabajó hasta el 79. Mientras de noche vibraba acompañando a Bonino rumbo al Instituto Di Tella, de día creaba “la cebollita” de Canal 10. A la siesta, para no dormirse, le daba a los cimientos de la escuela de Cine de la UNC.

Fue becario en Italia, curador de las bienales de humor e historieta, pintor, diseñador, ilustrador y animador (se dice que Norman McLaren le regaló una tijera, la única que entregó en el Cono Sur, al pasar por Córdoba). Pero nada de eso describe a Miguel De Lorenzi, una de las piezas claves de la cultura de Córdoba, cuya humildad era lo suficientemente grande para incluir la comunicación de todas las proezas del épico siglo pasado mediterráneo.


Siempre con fuego

Una tarde salíamos de ver un ensayo y le invité una cerveza, pero no quiso. Me dijo que se había tomado todas las que le tocaban antes de los 40. Me lo dijo hablando con las manos, esas herramientas gigantes que interponía entre él y la vida. Hablaba con los dedos muy separados y demasiado largos. Detrás, el único poseedor de la fórmula secreta para la identidad gráfica cordobesa, bajaba la cabeza y miraba desde abajo y hacia arriba con las cejas más grossas del interior, deletreando las vocales de esa tonada muy acentuada que le caracterizaba. Casi seguro, después de esa mueca te mostraba algo, una tapa de un libro, y te preguntaba ¿te gusta, nene? Nunca lo vi sin gafas o sin camisa. Desconozco si tenía torso, pero sé lo que sí tenía: tiempo para los amigos. Y fuego.

Bordeaba la sabiduría debido a una doble ración de una curiosidad que traía de fábrica, pero desde una sencillez de bar, llana, cercana, sincera. Y ese merodear urbano, con la mirada atenta y el velocímetro del paisaje puesto al ritmo de un puchito, le llevó a cazar instantáneas mágicas que luego nos enviaba por e-mail hasta que, por goleada, se ganó un espacio exclusivo en el diario que llevaría el nombre de sus envíos cartiebresonianos “Andurrreando la ciudad”.


Esa boquita

Nunca habrá suficiente espacio en una nota periodística para iluminar la oscuridad de los cuadros del Parque Sarmiento, las geometrías de las torres donde vivía y el amor de las parejas pintadas. No hay como mencionar las piezas comunicacionales de la FICO, Canal 10, La Voz, Día a Día, Epec, LW1, sin quedarse corto, y eso se notó en la muestra Recácholis que monto el CCEC. La magnitud del artista sonriente se evidenciaba cuando frotaba su calva para hacer surgir otra argentinita genial. Pero de todas sus obras, desde el colectivo como él hubiera querido, yo me quedo con el cartel de la Soppelsa hecho en 1975. Seguro. Un lunar de la ciudad, ese que tanto te atrae en la cara de ella. Una marca urbana pequeña pero muy presente, juguetona y contemporánea que, como el de los labios de la Monroe, te hace perder la cabeza cada vez que recordás lo sexy que era tu ciudad cuando el Cacho la dibujaba.-


Perfil

Miguel De Lorenzi, alías Cachoito nació en Villa María en 1940 y falleció trabajando en la computadora, el 24 de Junio de 2010. Artista, diseñador, sabio, se desempeñó en Canal 10, La Voz del Interior, el Emporio ediciones y Sudamericana, entre muchos otros laburos. Era un referente indiscutido del arte gráfico nacional y varios trabajos suyos están reunidos en “Miguel De Lorenzi / Pinturas, ilustraciones periodísticas y diseño gráfico”. La plaza de fumadores de La Voz, a la vuelta del Bar, lleva su nombre. Un justo homenaje, como los dos blogs que le tienen presente: El concurso “me falta un cacho” http://mefaltauncacho.posterous.com del CFE y el CCE.C y Andurreando la ciudad, de La Voz http://www.lavoz.com.ar/andurreando.

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