El cuerpo como Lienzo. Recorrido vespertino con Soledad Sánchez Goldar

(Publicado por la Revista Ciudad X, en su número de Enero 2011)

Una tarde con Soledad Sánchez Goldar (33 años, artista del cuerpo y performer) termina cuando, ya de noche, llega a dar clase y en la vereda la espera un tipo con una máscara de luchador mejicano. Esa misma tarde empieza en el Bar Estación 27, un lugar que todos consideramos nuestro.

La siesta pasa desapercibida mientras la protagonista es entrevistada por una estudiante de fotografía llamada Lucila. Lucila trabaja en su tesis y Soledad le responde a conciencia. La luz del sol nos abandona para inclinarse por el mejor tostado del mundo y una taza de té (que la artista pareciera llevar a todos lados) despide esperanzadores reflejos de luz. La banda sonora de la entrevista es gentileza del bar y consiste en una sucesión de Oasis, Blur, Moby y otras adorables decadencias completamente fuera de estas coordenadas tiempo / lugar. Los objetos imponen su poética a un playlist que estamos seguros de haber escuchado, exactamente igual, hace unos 13 años.

Un cuerpo colectivo

Sus trabajos dejan huella en ella misma: son tatuajes que, como un reloj dérmico, señalan un tiempo, sitúan hitos, destacan unos cuantos megas de memoria humana. Nunca en su vida debe haber usado una cartera (usa mochila), pero hace poco le dijeron señora y está desencajada. Claro, se trata de alguien que es, por definición, roquera. O, más precisamente, hardcore. No ve tele, no come carne desde 1997, no toma alcohol ni se droga, no toma Coca-Cola, no sabe manejar, no usa Nike (escondo las mías debajo de la silla), ni Levi’s, es antiiglesia y no cree en la sobrevida pero sí tiene alma: “si no todo sería demasiado triste”.

Cuestiona lo institucionalizado desde su posición de artista y cree, eso sí, en la gente. Cree en la estudiante dubitativa que le entrevista sin certezas en sus preguntas, o en el dramaturgo Jorge Díaz, un primer referente de su trabajo, quien además la impulsó hacia la performance. Cree en amigas y amigos como las Azul Pthalo, con las que compartió el final de los noventa y el principio de su carrera, cuando todo era conjunto y colectivo. Cree en Alberto (Ligaluppi) y en Gabriela Halac. En su trabajo para Luis González Palma, así como siente que Cheté Cavagliatto y Santiago Pérez contribuyeron en su formación, allá cuando el infierno se materializó en Córdoba.

Y cree en Christoph Bertrams, el mítico director del Goethe que agitó las aguas de la cultura de Córdoba durante la mansa mar menemista. Desprecia el proyecto Museo Palacio Ferreyra (hasta el punto de que es co-autora del blog crítico: medialeguadeoro.blogspot.com) y adora a Casa 13. Cree en el arte, en eso sí que cree, y en el teatro que se rompió.


Un país propio

Soledad Sánchez habla de manera extraña, como si acabara de llegar de su Buenos Aires natal, pero con una larga estadía en Francia y Japón, o en el indescifrable país de las performers. Una de sus particularidades es que dice unas “u” muy profundas. Es, ante todo, una mina expeditiva que no tiene tiempo para ir a la peluquería. Tiene un cuerpo frágil y femenino, y un cuerpo social que es el de todos nosotros, con unas manos de largos dedos que utiliza para taparse la boca cuando piensa. Dice que hoy dará clases a sus alumnos de perfomance, y mañana tomará clases de skate. Boca tapada: pensamiento.

Su trabajo es fundamentalmente un ejercicio de memoria desde su cuerpo, un organismo que, según ella misma, se deteriora como su capacidad de evocación. Escribe en “esas hojas que son su cuerpo” con tatuajes y se reconoce atravesada por la última dictadura, particularmente ahora que juega menos en sus obras. El físico del artista es un lienzo social que va condensando historias para obtener un eco político que se vuelve indeleble al superponerse sus trabajos uno sobre otro. A veces pensamos que sus acciones son dulces pero permanentemente hay una nube de tragedia espesándose sobre su producción. “Es que todavía me duele”, dice alguien que llora mucho debido a que su mamá le traspasó el dolor de los años pesados cuando, estando embarazada de ella, su padre Juan José Sánchez fue secuestrado y, tras salvarse milagrosamente, se vio obligado a exilarse en México. Mientras, su tío desaparecía hasta ese desapacible nunca donde aun esperan algunos de nuestros parientes. Probablemente jamás deje de sentirse triste quien gesta desde el pozo familiar donde llovió bronca y ahora brotan sus trabajos más comprometidos. Aquellos que se expanden como la hiedra en un día soleado, por un cementerio sin nombres, hacia las zonas abstractas del arte.

En el camino desde Estación 27 hacia el Museo de la Memoria, donde alguien relata su horror en tiempos horribles, nos detenemos en una librería de usados frente a una parada del transporte público. La gente ensucia la ciudad, los colectivos contaminan, y aparece una edición desvencijada pero valiosa del Ulises de Joyce. Soledad sólo está interesada en un gato malaonda que no sabe recibir afecto, y mientras tanto comienza a transformarse en una obra viviente para llegar al museo hecha una elegía combativa y poética. Entrará. Irradiará interrogantes. Gestionará algo. Saldrá. Dice que no es famosa, pero que aprendió a difundir su trabajo. En esta ciudad, en el país –movilizando la Feria ArteBa con su trabajo Cuerpo en venta–, “de tanto moverse”, reflexiona, mientras mira otra noche que se derrite sobre su mochila. Y aun debe reunirse con sus alumnos. Uno de ellos, de tarea para el hogar, debía usar durante una parte del día la máscara de luchador mejicano que lleva puesta. A esta hora ya respira ruidosamente. Todos debían traer una redacción y lo hacen.

Soledad las escucha una a una. Tiene tiempo, tiene su cuerpo listo para imprimir otra historia, otra obra. Tiene esa luz que no parece venir desde la tristeza pero que encadila.


Soledad en soledad.

Soledad Sanchez Goldar. 1977. Es licenciada en teatro por la UNC y artista por derecho propio. Ha integrado colectivos como Azul Pthalo junto a Nora Sara, Carolina Vergara, Josefina Assumma y Soledad Simón, la dupla Sánchez Vergara, y más recientemente Demolición/construcción. Además ha gestionado festivales y propuestas como La Nariz en la taza, Crear Bosques, Anatomía 02, el sello Industria Doméstica o la Redlap, entre otros. Es investigadora de la Facultad de Psicología y coordinadora de un taller de performance. Sus acciones la han llevado por los barrios de Córdoba y por los barrios del globo en las bienales Horas Perdidas, o las Jornadas para la liberación de Oxígeno, ambas en México; La bienal de performance Deformes de Chile; o el Open Arte festival de China, entre otros. Su arte es fundamentalmente político, no solamente por aquellos trabajos que conectan la represión con su cuerpo. Permanentemente denuncia, con la utilización del tatuaje como pincel, el abandono del espacio público, la autogestión como mecanismo de acción, y piezas que invitan a reflexionar sobre el consumo, como Livais o Cuerpo en Venta /

Efecto Varicela. En este trabajo vendía las señalizaciones propias de las galerías en una feria de arte (en este caso arteBA), imponiéndose un tatuaje para siempre por cada adquisición. Con este trabajo plasmaba las dificultades de sostener su arte como actividad profesional.


http://www.sanchezgoldar.blogspot.com

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