Con gripe y sin circo

[Publicado por la sección Opinión de LaVoz del Interior, el 20/07/2009]

Desde hace algunos años, distintos antropólogos han comenzado a estudiar el fenómeno del circo, probablemente influidos por un nuevo florecimiento de esta actividad. Las escuelas de circo, los malabaristas (callejeros o súper-profesionales) y hasta el mismísimo Cirque du Soleil, son afortunados herederos de una tradición que se remonta miles de años hacia atrás. El malabarista, el contorsionista o el acróbata son personajes que están documentados desde el año 2000 AC, en los primeros grafismos del antiguo Egipto. Estos guerreros del espectáculo impulsaron culturas como la mesopotámica, la china, nuestros abuelos los griegos, o nuestros otros abuelos, los aztecas.

Probablemente fueron los romanos quienes mejor desarrollaron el concepto de espectáculo en la antigüedad, delineando una actividad creativa y recreativa (depende si el relator está sentado en la tribuna o enroscado sobre sí mismo en el escenario) que fusionaba improvisación con un paciente entrenamiento. Desde entonces, la capacidad humana para expresarse con el cuerpo fue ganando terreno hasta el renacimiento, cuando lo actoral, el relato e inclusive los tablados de títeres se entremezclaron en el arte del pueblo. Arte popular cuyo recinto era la calle y cuya efectividad estaba dada por una alquímica mezcla de risa y desesperación. Arte donde la música era un elemento clave. Aún hoy, cualquier ciudadano de a pié puede cerrar los ojos y silbar un compás de música con sabor circense. Nino Rota, con la pieza musical 8 ½ -tristemente célebre en la Argentina por haber sido cortina del programa de Susana Giménez durante años- debe presumir desde el cielo con ese regalo compositivo que él hizo a Federico Fellini para su película.

Y que conste que no es casual la aparición de Fellini al hablar de Circo. Nadie nos ha mostrado el mundo de la espectacularidad y la fragilidad humana como lo hiciera Zampanó (Anthony Quinn) y Gelsomina (Giulietta Masina) en La Strada, obra maestra del circo hecho cine, donde el hombre lucha contra todo y todos (la física, la injusticia, o los transeúntes) por amor al arte.

Pero hace unas semanas que la ilusión espectacular que caracteriza al Julio de grandes y chicos no puede romper, como Zampanó, las cadenas de la injusticia a la que nos somete la epidemia de pánico que acompaña simbióticamente a la Influeza A. El riesgo de una gripe en el cuerpo disparó todas nuestras paranoias postmodernas, tan propias de la desinformación (o de la información desmesurada), y se transformó en un aluvión de mails, noticias y fármacos por comprar. Hoy, la peor enfermedad es la desilusión, la falta de magia que nos prometieron los egipcios, griegos, romanos, aztecas, franceses, Hermanos Servián, o Circo Da Vinci y que este año no ejecutarán.


Los que pierden siempre

Si alguien piensa que con la furia gripo-mediática ganó alguien, además de las empresas farmacéuticas que acaban de ingresar al país cientos de miles de dosis listas para ser arrasadas en las góndolas, se equivoca. Si alguien piensa que pierden los Kirchner, la oposición, u Oscar González, se equivoca. Los que pierden son los enfermos, los médicos, los tipos que se deben seguir tomando el N4 repleto, a las siete de la tarde. Además del aparato sanitario, que históricamente es el gran perdedor, los grandes damnificados son los creadores y el público. Cuando el un Museo suspende actividades familiares o un teatro cualquiera cierra sus puertas, pierde el tipo que -en plena vereda- se queda sin ver nada apretando la mano de sus hijos. Sus defensas culturales bajan. De la misma manera para él que se queda sin trabajo dentro del teatro, con el frío que le produce a un artista la falta de luz, sonido y aplausos.

Poco se puede hacer ahora, cuando el tipo con sus hijos tomados de la mano pegó mediavuelta, y el actor debió salir a galguear el segundo semestre como pueda. Poco se va a poder hacer si a nadie le importa que todo cierre. En definitiva pareciera que los espectáculos son otra banalidad más, algo que un supuesto intelectual ilustró con la siguiente frase “mejor: menos circo para la gente pobre” como si ese volcán simbólico que es la vida cultural no contuviera la propia definición de todos los hombres en cada actuación, en cada butaca.

Además, no todo es simbólico: el espectáculo, y varias industrias culturales están completamente paradas como nunca lo estuvieron. Hay miles de personas sin cobrar, sin vender, sin trabajar, sin generar turismo, gastronomía, sin representar nuestras alegrías, sin emocionarnos. Sólo apagándose y generando más desempleo, más pobreza, menos educación, más violencia.

La breve historia del circo, que ocupa la primera mitad de esta columna, no sólo es un repudio hacia quienes no valoran lo importante que es mantenernos vivos, juntos e ilusionados por el espectáculo, es una respuesta que los antropólogos Blanchard y Cheska escribieron mejor que yo para casos como éste: el hombre de circo, el acróbata de la antigüedad, competía “consigo mismo, con las fuerzas de la naturaleza y con sus propios compañeros de tribu ...”.-




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