Julio Hemingwaiano

Julio es un mes que da y quita de manera injusta. Esta reflexión, más allá de las vacaciones, se refiere a la vida del escritor Ernest Hemingway que habiendo nacido un 2 de Julio, murió por estos días, un 21 de Julio. ¿Qué se puede decir de un tipo que preparaba el martini con quince medidas de gin y una de vermouth?

Hombre de dos siglos y (al menos) tres guerras, nació en 1899. Pero no está permitido hablar de “el pequeño Ernest” para referirse a su infancia, como tampoco llegó a ser un viejito. Norteamericano de nacimiento, sus primeros años transcurren entre el suburbio y una casa en la orilla del lago Bear, donde aprendió a cazar y pescar desde muy chico. Algo que marcó su vida y se proyectó sobre su personaje Nick Adams. Su pedigree se parece al de muchos cordobeses que pescaron en el Suquía, cazaron con el aire comprimido, y fueron -como él- rugbiers.
Nick Adams y su autor dejan de ser adolescentes, y su paralelismo con Córdoba se desvanece. Capaz de explicar la relación entre el olor a pólvora y el plomo mejor que nadie, Hemingway se unió a la primera guerra mundial con el oficio de reportero a cuestas, y la necesidad de manejar una ambulancia como imposición, debido a que no fue aceptado en el ejercito. Uno de sus ojos no veía las letras pequeñas del oftalmólogo, fruto de su afición al boxeo. Desde entonces protagonizó la historia del siglo mientras la redactaba: a la gran guerra de 1917 le siguió la guerra civil española, y a ésta le sobrevino la segunda guerra mundial. Fue entonces cuando participó nada menos que en el desembarco de Normandía y fue uno de los primeros soldados en recuperar París, ciudad en la que años atrás había trabado amistades con Picasso, Pound, y Scott Fitzgerald.
La relación con las armas, para un tipo que no renegaba de la violencia, era tan intensa que cuando su padre se suicidó de un tiro, exigió que se le remitiera el revolver para conservarlo. Pero sus armas iban más allá de la carabina y los chumbos. Las máquinas de escribir, entre otras la Royal, fueron su instrumento dilecto. Trabaja obsesivamente cada obra, y mientras lo hacía, bebía vino en París, ron en Cuba y gin en caso de duda. Inclusive cultivó el amor por el tabaco, mientras tecleaba “a partir del conocimiento personal”. Él mismo diría que lo conveniente era escribir y no describir, y lo hizo a fuerza de tachar adjetivos mientras sus gatos le rodeaban al igual que los sustantivos. A sus Cuentos (reagrupados por Lumen en 2007) se le pueden apilar, de lomo, novelas como Adiós a las Armas (1929), Por quién doblan las campanas (1940), y El Viejo y el Mar (1952) percutor del Pulitzer 1953. Al año siguiente le otorgarían el Premio Nobel de Literatura, galardón que no recibió personalmente. Se pueden citar muchas otras obras, como París era una Fiesta, sólo para satisfacer al autor de esta columna.

Debajo del vidrio del escritorio hay varias de fotos de Hemingway. En todas tiene unos hombros separados que le confieren un aspecto taurino, y sus ojos miran directo al corazón del lector. En una imagen luce una polera de lana al estilo marinero y una barba que refuerza la generosidad de su mandíbula; en esta duerme una siesta moviendo la barriga más peluda de Cuba; en otra tiene los guantes puestos; y acá abraza a Fidel Castro. Es 1960 y aparentemente vienen de pescar. Uno parece estar prometiendo inmortalidad. El otro, todo lo contrario.

El virus del suicidio ya era una tradición literaria (Emilio Salgari, Jack London, Horacio Quiroga) que se esparció en su familia con más fuerza que en la de Barón Biza. Padre, hijo, hermanos y nieta de Hemingway se fueron de este mundo por su cuenta. Cuando decidió volarse la cabeza de un escopetazo, otra de sus medidas desmedidas, tenía 61 años. Como todo prócer, están quienes se niegan a ver un suicidio y consideran la posibilidad de un accidente bastante extraño para un experto en cartuchos, que tenía un diagnóstico de alzheimer en el bolsillo de la guayabera y que acumulaba depresiones como si fueran botellas vacías. Las dudas sobre la partida de Ernest Hemingway, no incluyen el destino: “el viejo” está en una ventosa noche eterna que huele a bosque, a abetos, y que trae el ronroneo de las olas del lago meciendo las truchas en su interior.-

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