Sobre el diálogo

(publicado por La Voz del Interior, en Opinión, el Jueves 26/06/2008)

Los filósofos presocráticos se caracterizan por haber generado un pensamiento a partir de su iluminación, sin preocuparse tan siquiera por la corroboración de la veracidad de sus supuestos.
Fueron Sócrates y Platón quienes se propusieron analizar las conjeturas a partir de la conversación, usando como trampolín a Zenón de Elea, único antecedente en el rubro.
Por cierto, fue Platón quien puso por encima de sus propias teorías a la búsqueda de la verdad, ejercitando la autocrítica. Los clásicos consideraban que la dialéctica era un mecanismo que permitía extraer de una oposición algo verdadero.
Definción de diccionario, el diálogo (cuya etimología griega indica “a través de la palabra”) es un recurso para la oralidad y la escritura que permite construir interacción entre un emisor y un receptor que cambian sucesivamente su carácter activo y pasivo, consiguiendo interactuar entre sí. Cuando asistimos a una obra de teatro –alguna que no sea un monólogo–, lo normal es que un personaje haga un parlamento, luego otro responda, y así tengan lugar las participaciones. De esta interacción se deducirá y surgirán las características de los personajes, su caracteres e intenciones, ambiciones y todo cuanto no se nos ha revelado visualmente. La conciencia, el pensamiento, la ideología o reflexiones que nos llegan desde los personajes, por ejemplo, de un cuento o una novela, son asibles por el público gracias al diálogo entre ellos.
Vale citar de nuevo entre los clásicos, en el libro V de La república de Platón, un diálogo interesante, cuando Sócrates compara su “ciudad ideal” con otras:
(463)
“–Pero, además de llamarlos conciudadanos,
¿cómo llama el pueblo de las demás (ciudades) a los gobernantes?
–En la mayor parte de ellas, señores, y en las regidas democráticamente se les da ese mismo nombre, el de gobernantes.
–¿Y el pueblo de nuestra ciudad (ideal)? Además de llamarles conciudadanos, ¿qué dirá que son los gobernantes?
–Salvadores y protectores– dijo.
–¿Y cómo llamarán ellos a los del pueblo?
–Pagadores de salario y sustentadores.
–¿Cómo llaman a los del pueblo los gobernantes de otras?
–Siervos– dijo.
–¿Y unos gobernantes a otros?
–Colegas de gobierno– dijo.
–¿Y los nuestros?
–Compañeros de guarda.
–¿Puedes decirme, acerca de los gobernantes de otras ciudades, si hay quien pueda hablar de tal de sus colegas, como de un amigo, y de tal otro, como de un extraño?
–Los hay, y muchos.
–¿Y así al amigo le considera y cita como a alguien que es suyo y al extraño como a quien no lo es?
–Sí.
–¿Y tus guardianes? ¿Habrá entre ellos quien pueda considerar o hablar de alguno de sus compañeros de guarda como de un extraño?
–De ninguna manera– dijo–.
Porque cualquiera que sea aquél con quien se encuentre, habrá de considerar que se encuentra con su hermano o hermana o con su padre o madre o con su hijo o hija o bien con los descendientes o ascendientes de éstos.
–Muy bien hablas –dije–; pero dime ahora también esto otro: ¿te limitarás, acaso, a ordenarles el uso de los nombres de parentesco o bien les impondrás que actúen en todo de acuerdo con ellos, cumpliendo, con relación a sus padres, cuanto ordena la ley acerca del respeto y cuidado a ellos debido, y de la necesidad de que uno sea fiel a sus progenitores sin que en otro caso les espere ningún beneficio por parte de los dioses ni hombres, porque no sería piadoso ni justo su comportamiento si obraran de manera distinta a lo ordenado? ¿Serán tales, o distintas, las máximas que todos los ciudadanos deben hacer que resuenen constantemente y desde muy pronto en los oídos de los niños, máximas relativas al trato con aquellos que les sean presentados como padres u otros parientes?
–Tales –dijo–.
Sería, en efecto, ridículo que se limitaran a pronunciar de boca los nombres de parentesco sin comportarse de acuerdo con ellos.
–Esta será, pues, la ciudad en que más al unísono se repita, ante las venturas o desdichas de uno solo, aquella frase de que hace poco hablábamos, la de ‘mis cosas van bien’ o ‘mis cosas van mal’.
–Gran verdad –dijo”.

La belleza del diálogo, un recurso olvidado en la sordera que aturde a la Argentina de estos días, se potencia con el contenido citado: la ciudad ideal de Sócrates funciona si quienes interactúan lo hacen como si se tratara de verdaderos hermanos –más allá de lo discursivo–, concluyendo que las cosas de un individuo irán bien si lo común a todos va bien. Aún podemos escucharnos como hermanos. ¿Hay alguien ahí? -

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Hola Pancho: vi el comentario que dejaste en mi blog (¿Qué Gestionamos?) y tan pronto tenga tiempo incluyo en el un link al tuyo.Me gustaría me cuentes un poco más sobre el proyecto gestioncultural.org.ar, un abrazo.
Unknown ha dicho que…
Hola Pancho: acabamos de incluir un enlace a tu blog en el nuestro:
http://que-gestionamos.blogspot.com/
Quedamos a tu disposición.

Fernando de Sá Souza