Los hombres se comunican con palabras escritas desde tiempos inmemoriales. Esta comunicación se imprimió a mano durante siglos hasta que Gutenberg inventara la imprenta en mediados del siglo XV. La escritura, por su parte, contó con banda de sonido, percusionista, recién a finales del siglo XIX, cuando las máquinas de escribir redactaron su línea en la historia del conocimiento humano. Y lo hicieron sonoramente.
Desde ese punto y aparte, el arquetipo de un escritor, de un periodista sería Ernest Hemingway, reportando la guerra civil española a bordo de su máquina, ofreciendo el ritual de las teclas tamborileando siglos de literatura. Un proceso que sólo se detiene ante un atasco que obligue al escribiente a proferir una maldición, desenredar
Los prototipos se patentaban incesantemente, inclusive en Brasil, hasta que nuevamente en Norteamérica, en 1867, Sholes, Glidden y Soule desarrollaron el primer modelo que se aproxima a la máquina que conocemos en la actualidad. Ya por ese entonces, en Inglaterra, se usaba otro artefacto denominado la bola de escribir. Los tres socios e inventores originales sufrieron varias deserciones y conflictos hasta conseguir, en 1873, que un inversionista acordara la producción en serie con la fábrica de máquinas de coser Remington.
Este primer modelo nunca fue popular, tenía un pedal para mover el carro, sólo escribía con mayúsculas, no permitía ver lo redactado, costaba una pequeña fortuna y pesaba demasiado. Rápidamente la firma desarrolló toda una saga, mientras otros competidores generaban opciones con mejoras que irían combinándose entre sí. De esa etapa de creatividad e innovación nacerían la “Hammond” y la “Oliver”, entre otras. Luego, John T. Underwood, desarrolló un modelo capaz de mostrar el texto, y cuyas múltiples mejoras se impusieron. Para dimensionar el éxito comercial de las Underwood, que se diseminaron al amanecer del siglo XX, una de sus fábricas ocupaba ocho hectáreas. Allí se ensamblaban las más de 3000 piezas que componían
Sobre finales de la década del `20, otros sistemas para máquinas de escribir desaparecían, mientras se imponía la impresión de la tinta proveniente de una tela interpuesta sobre la hoja, al ser presionada por los tipos. Éstos tomaban la fuerza de la tecla, que debía ser golpeada firmemente. El papel se apoyaba sobre un cilindro que giraba al correr el carro y la cinta de tinta solía tener color negro y rojo, ya que este último destacaba cifras negativas de la contabilidad, la verdadera demandante de máquinas de escribir.
Después de esta novela de inventiva, todo lo que sigue es pura literatura: el teclado (aun vigente) se llamaría QWERTY por el orden de los caracteres, que resultó ser un sistema ineficaz para escribir, pero que evitaba demasiados atascos. Su archienemigo, el teclado DVORAK, probadamente más eficaz, jamás consiguió insertarse en el mercado. Será que parecía un apellido ruso. La mecanografía resultó ser una actividad que potenció el ingreso de las mujeres a la vida laboral, pues ostentó una tasa de 81% de feminidad. Las mecanógrafas tuvieron su momento de gloria gracias a los concursos de velocidad. Afirma el libro Guiness que Bárbara Blackburn escribía 650 palabras (lo que ud. lector, ha leído hasta acá) en menos de 4 minutos, alcanzando picos de más de 200 palabras por minuto.
La feminidad de la máquina de escribir se constataba en las frecuentes decoraciones florales, así como los errores se constataron hasta 1960, fecha en la que se inventó el liquid paper. Desde entonces, el reinado de la escritura en máquina ha sido tan glorioso, que se podría hacer un listado de autores por sus máquinas de escribir, tal vez empezando por Tolstoi, según la leyenda el precursor mecánico. Un repaso por los nombres y sus armas propone: Charles Bukowski, usaba
Un caso extremo representó William Maxwell editor de The New Yorker quien dijo “no me importa morir, aunque encuentro insoportable la idea de que, cuando la gente se muere, ya no pueda leer libros.” Maxwell, atendía a los periodistas en persona pero escuchaba la pregunta, y luego tecleaba una respuesta. Decía “Pienso mejor con los dedos que con la garganta”. Jorge Lanata, en 1970, confundió una carta recibida como propia, “cuando yo vi la carta ¿sabés lo que pensé? cómo puede ser…. es mi letra. Mi letra es la de
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