(Publicado por el Diario Hoy Día Córdoba el 8 de Junio de 2022)
Podés escucharlo acá ↓ Te sentás y abrís el caparazón de la computadora. Son las 22:10 y te ponés a escribir esta nota sobre por qué trabajamos tanto. El tiempo es una serpiente de veneno lento que ataca en la selva de las ocupaciones. Como un explorador herido te hacés un torniquete en la zona afectada que consiste en dormir poco, y mirás al resto de la expedición que no son, ni más ni menos, que gran parte de tus conocidos. Todos superados y en diversos tratamientos para aguantar más.
Escribir nos redime, pero esa redención está del otro lado del día. Y no siempre, ni todos, llegamos a cruzar.
En distintas partes del mundo, fundamentalmente en los países nórdicos y el continente europeo, el estado de bienestar ha dejado de ser una entrada de wikipedia para constituir una utopía más o menos palpable. Como resultado de décadas ¿trabajando? desde hace unos meses se debate con seriedad la posibilidad de reorganizar las cargas laborales de tal forma que las personas puedan trabajar un día menos, o una cantidad reducida de horas semanales. Además de un recambio epocal, la brújula social cambió de polos y las prioridades se están trastocando. O, tal vez, recuperando horizontes más humanistas.
En España, a manera de ejemplo, algunas empresas han implementado semanas de cuatro días, como Telefónica o Desigual. En este último caso, la gigante textil de Cataluña con presencia en más de cien países, lo hizo de la mano de una visión provocadora que propone “Desigual la tiene más corta”. Vale destacar que esta misma compañía, desde hace unos años, también custodia las condiciones laborales de sus plantas en China, India u otros países de Asia, con la intención de evitar condiciones esclavizantes.
Hay una convención social consolidada por muchas generaciones que leen con incomprensión la búsqueda de una menor presión productiva. Supuestamente nacimos para facturar y el ánimo reduccionista de esfuerzos es ofensivo. Es que el Siglo XX estuvo profundamente atravesado por la promesa de la salvación mediante el sacrificio cotidiano, especialmente de la mano de la americanización del planeta. A mayor exigencia, horarios laborales más amplios, o una extensión de las responsabilidades, mayor jerarquía social. Por lo antes dicho, la foto de la madre o -mejor aún del padre vista con la córnea patriarcal-, regresando a su hogar con la noche ya cerrada sobre la espalda, era lo mejor que podía pasarle a una familia.
Si nos elevamos lo suficiente para abarcar más siglos y culturas, ese padre regresando a su casa en Minnesota, con su sedán ganado con el esfuerzo diario y destinado a llegar más rápido al esfuerzo diario, es un ícono excepcional. En la historia de la humanidad, el trabajo siempre fue considerado una actividad despreciable.
Por ello, y este probablemente sea el quid de la cuestión, las diferentes civilizaciones entendieron a la esclavitud como el contrato laboral más adecuado. Que trabajen otros era la fórmula para algo tan malo que le bautizaron con una palabra latina derivada de tripalium, un instrumento de torura.
Lo que ha cambiado, con el paso de la historia, es quien nos esclaviza. Sucesivamente, ese rol estuvo ocupado por los dioses; los enemigos que nos vencieron en batalla; los reyes y sus cortes de nobles; los líderes y sus cortes burocráticas; o los socios capitalistas de las compañías. A mucho mérito, desde hace un tiempo, hemos conseguido nuestra libertad para someternos sin intermediarios.
En tiempos individualistas, quien pretende agotarnos y torturarnos, no es otro que nosotros mismos. En cierta medida, en la jungla de las ocupaciones, elegimos nuestra propia jaula cuyos barrotes están separados por la distancia de la auto-exigencia.
Aquellas personas con una mayor tendencia al asociativismo y la vida en comunidad, han elegido hacer un “esfuerzo colectivo de trabajo” que es el significado del diccionario para empresa. Sin ponerse marxista, cualquier observador nota que el mito del emprendedor es una forma orgánica que ha puesto de moda la sociedad para edulcorar el esfuerzo excesivo.
Somos los patrones más inclementes de nuestro tiempo porque conocemos los umbrales del agotamiento y estamos dispuestos a recurrir a estímulos autoadministrados para hacer del estrés una cocarda a exhibir.
Pasear el barrio, recorrer el perro, las penas, o leer y disfrutar del tiempo ocioso, han perdido sentido. Salvo que sean publicados en las redes, reconvertidos -por consiguiente- en una mercadería, en un trabajo.
Hasta los bohemios y rabdomantes de amaneceres han pasado a ser influencers de botellas caras y sabor a pantalla, mientras el gruñir de las bestias predice un final triste para la expedición hacia los confines del rendimiento.
La tragedia de una sociedad agotada, estresada, medicada, tiene una oportunidad en los nuevos debates sobre la condición laboral del futuro. Frente a procesos de canibalismo y autodestrucción, crisis históricas como la pandemia deberían habernos enseñado que la finitud de la vida está al acecho; que cada asado con amigos que se nos escapó, cada película que nos espera en la fría memoria de la computadora, son reclamos a la calidez de nuestra propia memoria, humana, cavilante -y por ello perfecta-. Y que ese libro en la mesita de luz merece más la pena que el modesto reconocimiento del homebanking.
Todos los recursos expedicionarios te recuerdan a Joseph Conrad y, al apagar la computadora y soltar la labor, te acordás de El corazón de la tinieblas “No, no me gusta el trabajo. Prefiero holgazanear mientras pienso en todas las cosas buenas que podrían hacerse. No me gusta el trabajo, a nadie le gusta, pero me gusta lo que hay en el trabajo; la oportunidad de encontrarse a uno mismo.-”
Comentarios