Elegía para Henry Marchiaro. Mi papá
La vida es misteriosa y tiene vueltas raras. Es un carrusel demasiado
vertiginoso. La violencia nos sacude y sólo queda resignarse para acomodar el
golpe. Todo pareciera reducirse a entender, sin embargo entendiendo no se
avanza. Nosotros sabemos todo lo que pasó.
Comprender es verdaderamente difícil. Comprender la lengua de nuestras
vidas y sus palabras es inexplicable. El canto, la música, la lluvia y el viento sólo
se pueden comprender. Es amor y poesía. Es profundo y, a veces, vaya si lo
sabemos, doloroso. Lleva tiempo. Lleva unión y cercanía. Entiendo pero no
comprendo. Es una limitación. La naturaleza eleva sus condolencias sin la más
mínima brisa y el pasto se erecta con pequeños sonidos que corean los bichitos
cabizbajos.
Siento el calor de sus últimos mates enverdeciendo mi corazón,
Constantino se ríe dormido, y debemos ver nuestra película tratando de que las
imágenes más luminosas encandilen la oscuridad. Una hoja del ficus que
plantamos juntos en el departamento y ahora abreva en mi suelo, se derrumba en
la oscuridad. A mis pies. Y, aunque verde, decidió rendirse en un verde muy
verde. Muy verde.
La belleza es así: conmovedora.
Danzamos cada día en un sinfín de autos en movimiento, y delante nuestro
pasa una camioneta roja manejada imprudentemente como una brasa. Recuerden
mortales: Papá manejaba como los dioses. Como los dioses romanos, rápido y
preciso. Bailaba sobre la Rafael Nuñez al compás de las motoguadañas y su
coqueteo ondulante, cuando cada gardiner describía ese oleaje, era pasto
cortado. Nuestro perfume de fondo. Henry Marchiaro, el piloto más sagaz de la
escudería Fiat toma otro rumbo y una nueva forma. Nos exime de añoranzas porque
deja un álbum lleno de delirios. No hace mucho estaba convencido de sus poderes
sobrenaturales que no le alcanzaron para menguar los caros cafés de Uruguay,
pero sí para traer las pequeñas raquetas de tenis de mis hijos. Esas que mañana
sacudirán el polvo del club en su nombre. Aquellos que proponen no mirar atrás
son unos boludos ¿no ven todo lo que tenemos? Desordenadamente recuerdo ese día
del padre antológico en el que cocinamos con Andrés un plan B por falta de
mollejas. Plan que nos insumió 21 manhattans de combustible y fue coronado
-quien podrá olvidarlo- por la mítica frase de Laura ¿hace falta descorchar
otra más Henry? Difícilmente haya un río de burbujas más feliz que el nuestro.
Cada mañana que me retiró de una comisaría por andanzas sin
importancias, cada mediodía que le busque en su chata negra con Manolito de
copiloto, cada noche que me fue a buscar a una salida clandestina fue un
regalo. Un inmenso y descomunal regalo de padre.
También le vi llorar. Cuando dejé de estudiar medicina (era humanista,
dijo) y lo comuniqué en la bajada de la casa de Martinolli, y cuando le dije,
caminando alrededor del España Córdoba, que iba a ser abuelo. Papá lloraba como
los hombres, sépanlo. Despacio, con elegancia y hombría.
Le vi pelear, contra la vida y con varios conductores. Una
vez llevaba las de perder, con doce o trece años, por una bombucha demasiado
precisa. Papá salió de la casa como un rayo, saltó plantas, perros y la verja
como un atleta y sus manos trabajadoras colocaron las ideas en la mejor
posición: lejos de los suyos.
A la vida le ganó una noche, yo salía de campamento y como no había
dinero en casa le pidió a un vecino, el Cocho Videla. Muchos años fuera del
ring, daba las peleas en otros ámbitos y estas últimas décadas le redimieron
como militante de la paz y la razonabilidad. Tenía palabras más valiosas que
cualquier poeta. Una vez, cumpliendo el rito cabalístico de comprar los autos
siempre juntos, me incliné por un antiguo V6. Esa nave de fórmula uno corría
como un misil pero no era para mí. Papá sencillamente dijo ¿no será mucho
Pancho? En rigor me decía Panchola. No se porqué pero entendí que no era mi
auto.
A Juan Pablo le decía Popolito. Qué hermoso.
Lo llamaba a la mañana, cada día, y le decía “Hola papá!” y
automáticamente respondía “hola panchola amor”. A veces decía “panchuka”. Una
vez que no podía salir, huí. Me descubrió en un boliche cercano,
Le Freak. Llegué antes a la cama y cuando pasó me dijo que lo sabía. Pero fue
entre nosotros. Y Ustedes. Nadie más.
Algunas de las veces que debió buscarme en una comisaría, varias pero no demasiadas. Se lo tomaba con
tranquilidad, como los hombres de verdad: “estás bien” “sí”, “¿qué hora es?”,
“Las 3”, “te busco cuando vaya hacia el trabajo”. Y me buscaba. Manejó una R4
mucho tiempo. Bramaba la guacha. A la siesta la robaba bajo el ruido del
colectivo. Se despertaba de la siesta mirando perplejo la temperatura y decía
“este auto calienta”. Pobre papá, era yo y mis adláteres aprendiendo a hacer
coliadas.
Icho Cruz, Mar del Plata, Uruguay, Papá había sido salvavidas y
nadaba como un salmón. Me hubiera gustado verle salvar una vida, seduciendo a
Mamá. Idealmente la suya. Le ví cuidar a Andrés, a Paulita y a Florcita como me
debe haber cuidado a mi cuando él tenía 24. Me gustaría tener esa foto, en sus
brazos de marinero basquetbolista pelilargo, protegido por Mercurio Marchiaro.
Usaba mi auto de vez en cuando, no se notaba, era mi olor, el nuestro,
el que quedaba. El torolla está triste porque papá podía dormir en los autos
siestas exquisitas. Necesitaba un árbol, una sombra, y media hora. Me gustaba
dormir con él porque me abrazaba como ahora lo hacen mis hijos. Levantaba
temperatura como si funcionara con gnc y siempre, siempre, siempre, pegaba una
patadita o te sacudía el brazo. Última dormida conjunta, en Miramar, provincia
de Córdoba. Caminamos, manejamos, hicimos un asado, y papá se hizo amigos de
los otros pasajeros de las cabañas. Deberíamos haberlo tenido en andas todo el
fin de semana.
Algún tiempo de gasoiles baratos papá y mamá compraron un Duna diesel y
los otros un Peugeot 504, también diesel. Recuerdo a los motores rugiendo en el
semáforo de Colón. Pobres ellos, papá siempre ganaba y la sangre tana puede más
que la elegancia francesa. Papá transformaba en postales de retrovisor a
cualquiera. Como aquella vez que volvíamos de Villa Trinidad, Santa Fé y patié
la palanca de cambios de la break R12. Íbamos a 140 en tiempos de caja de
cuarta y la nave azul aspiró nafta y llegó a 10mil vueltas. Nadie jamás repitió
esa hazaña conjunta. Fue el mismo día que perdimos una goma y casi nos hacemos
bosta. Además de la tía Ethel, en el auto íbamos hijos y sobrinas y una jaula
con un pájaro. Debe haber sido el Nicanor, aquel zorzal que tanto quería él y
que ilustraba las mañanas de la casa de Maestro Vidal. Papá, el níspero y el
zorzal. Tengo fotos a cocochito como pruebas.
Ese mismo patio fue testigo de
mis besos infantiles con la vecina y de cómo papá idolatraba a mi abuela, su
suegra. Siempre. Se querían como madre e hijo. Ambos deben estar comprando
ricota y un pollo para el próximo domingo. Eso es bueno, se deben acompañar en
la cola de una despensa divina.
Tuvimos tiempos difíciles, a veces la guita no alcanzaba y a veces la
comprensión entre padre e hijo tampoco. Una noche me fui de casa, él pidió
perdón. Yo no. Tomo nota.
Pude ir con él a su trabajo, algo que debo hacer con mis hijos. Maneja
la matrix de EPEC, allá por los 80. Que se caguen los de mac, esas eran
computadoras. Y mi papá, señores y señoras asexuados, podía pilotar la energía
de esta provincia. Sólo. Podía borrar tu nombre de la lista o hacerles pagar
sus pecados desde el Centro de cómputos de la EPEC.
Para eso se levantaba
tempranísimo y se tomaba el 126, trabajaba, volvía, y a la tarde era jardinero.
Durmió menos que Bernardo Neustadt y era el mejor puteador del barrio, teléfono
en mano, a la siesta. La parte mala de megatel. Mis amigos tenían la
perversidad de llamar en su breve descanso del mediodía y recibirían una cagada a pedos
larga. Pobre papá, no se merecía ni el 10% de mis cagadas.
Mi hermano Andrés era la luz de sus ojos, su plan más perfecto, su
orgullo. Y el mío. Le hizo hacer muchas siestas, así como le hizo hacer la
bandeja en el aro de básquet cada tarde. Andrés es un ganador. Él era muy bueno
tirando simples, y podía sacudirte un muy buen pelotazo si vos no lo eras. Eran
tiempos en los que la vida se dirimía en una cancha de mosaicos blangino del
club Banco de Córdoba, con olor a calles de tierra y un papá en los
entrenamientos capaz de indicarle al entrenador como era ese juego. Sólo a los efectos de demostrar su naturaleza divina
podía exhibirte sus antebrazos, que eran como los de tres fisicoculturistas juntos.
Nunca le gané a nada, tal vez al ajedrez, pero pulseadas, piques, veintiunos,
nunca. Jamás. Papá se murió invencible.
Papá era muy lindo, demasiado para el siglo XXI. Mis amigas querían que
le presente a mi hermano mayor, ese de la campera de jean. Es que era la
hombría misma, deberían haberlo visto en acción. Jeans, zapatillas y la sonrisa
láser de Argüello.
Me compró: una bicicleta ginsea roja y plegable, una bici cross que me
permitió quebrarme la mandídula, un discman cuando nadie había visto uno, unas Pony blancas botitas, una
Siam di Tella argenta (papá creía en las camionetas), un Ramblert
indestructible, y muchas plantas. Papá creía en el poder de las plantas. Las
podamos juntos días antes de su viaje, con esa tijera que guardaba en la parte
de atrás de la chata.
Papá creía en el deporte. Jamás vamos a bajar del cielo el
aro de básquet que nos regaló. Es que él fue un gran deportista: básquet,
tenis, y me imagino que en las paraderas celestes tomará el fierro del golf. Como
ya está escrito era un infierno tirando tiros libres ¡Cómo encestaba ese hijo de puta!
Otra de sus proezas era el hacha. Mi papá podía trozar cualquier árbol,
era el tipo más fuerte del cono sur. Vi quemar eucaliptus derrumbados, trozados
a hachazo limpio.
Si vas al cielo, apostá por el
jardinero que gana seguro. Se fue invicto en materia de pulseadas. Y de rezos.
No creía en Dios, pero te rezaba si lo necesitabas. Te abrazaba si necesitabas.
Te servía un wisky, te hacía el asado y te dejaba hacer el doble contra otro
team padre/hijo. Quería que ganemos pero no miraba su tanteador. Qué injusto!
Otra cosa era despeinarlo, le jodía, pero lo amaba. Cuantas veces
renovamos su look, a carcajada suelta, los domingos de asado, él sacaba la
lengua más larga. Era el centro, el obelisco de los asados. Y nos dejó todo lo
mejor, su fuerza, su humanidad, su solidaridad, su permanencia en el cargo de
pater familia, su carácter de flor que se marchita hasta morder el otoño.
Mejor cebador de mates, mejor peleador de las causas justas, mejor
padre y padrastro, genio del volante y consejero impoluto, esposo, amante, y
papá, hijo del tarugo que pega y hermano
del tío Lucho que lleva camiones en su
espalda, base con carácter en básquet,
observador de sus hijos y nietos en el club, Henry Marchiaro se dedica de ahora
en adelante a temas supraterrenales.
Papá era fuego, nieve y semillas. Papá es democracia, Alfonsín y memoria. Era militancia, es amor y unidad. Papá es
una invitación a estar, mi familia ampliada, mis amigos, mis compañeros, juntos. Papá es unión, la vida es
celebración, y el jardinero es un campión.
Comentarios
Lucio Peñaloza
Te abrazo con el alma