Los e-mails basura o spams son esas molestas docenas de publicidades que inundan nuestras casillas de correo electrónico. Se caracterizan por lo ridículo de sus propuestas: “Hágase médico comprando 10 discos de 10 pesos”, “rejuvenezca 20 años comprando 60 gramos de baba de caracol para su rostro y cuello”, “aprenda a construir cabañas en 3 días”, “adquiera la guía ilustrada del buen amante”, “compre el auricular para escuchar a sus empleados desde 100 metros”, póngase senos de silicona extra-extra grandes, diplómese de master por 20 dólares y sin asistir a ninguna clase. El dato picante es que el spam se come con queso. Esto, porque el término spam proviene de un tipo de chacinado muy condimentado que se comercializaba enlatado –el Hormel’s Spiced Ham– desde 1937, y que se popularizó genéricamente con ese nombre. En la década de 1960, y luego de haber alimentado a varias generaciones de soldados, se hizo mundialmente famoso por su sistema de abrelata incorporado. De ahí que los famosos cómicos ingleses Monty Python (La vida de Brian) repitieran incesantemente “¡spam! ¡spam! ¡spam!” en un clip de 1970, ridiculizando su incorporación a las comidas, trasladándose después al mundo comunicacional, donde aparecen sin que se los solicite, como palabras carentes de valor. Así como los Python estaban hartos del chacinado en lata, mañana es probable que el docente al controlar su dirección de correo electrónico, encuentre más publicidad que mails genuinos. Este tipo de práctica publicitaría tiene su primer antecedente en 1994, cuando unos abogados norteamericanos (Canter and Siegel) utilizaron como herramienta de marketing una lista de destinatarios de correos. Esta idea, en la tierra de las oportunidades -USA– se transformó en una parva de dólares en cuestión de días. Sin embargo, esta felicidad verde duraría poco como actividad legal, pues actualmente está penada por la Justicia en casi todos los países, incluyendo la Argentina, con la ley de protección de datos personales. El paraguas jurídico de algunas naciones ha obligado a los emisores de este tipo de mensajes a actuar pivotando en Rusia, Corea o China, que cuentan con una legislación con baches en sus leyes. Igualmente se ha dado a conocer una noticia asombrosa: el 80 por ciento de los spams salen de sólo 200 grupos. Se trata de pocas personas para repartir miles de millones de envíos diarios (¿por qué será que los negocios digitales siempre son mucho en mano de pocos, aunque sea delictivo?).
Entre los más buscados de la lista de “spameadores” está
Alan Ralsky que –con nombre de agente Kaos de la serie Superagente 86– concedió hace unos años una entrevista donde le restaba importancia a la privacidad de la casilla de correo electrónico y, accidentalmente, deslizaba su ciudad de residencia. Algún nerd (harto de que le oferten implantes mamarios, o frustrado con los resultados del gel de caracol en su cutis) encontró su dirección de correo y la pegó en toda la red. Los usuarios (muchos de los cuales deben haber tenido el mismo aspecto que Martin, el gordito perdedor de Los Simpson) le hicieron probar su propia medicina, suscribiéndolo a miles de catálogos que le llegaban –y deben seguir haciéndolo– a diario por correo postal al domicilio del Mr. Ralsky. Las sacas que el cartero deposita en su casa a diario, no sólo contienen publicidad no solicitada: algunos nerds se pusieron pesados, y le enviaron menos spam y más basura. Literalmente, remitieron por correo sus desperdicios, y en EE.UU., la tierra de las oportunidades, el correo funciona bien, aunque los mensajes huelan mal.
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