Cada vez que termino un libro extraigo de ese ejemplar algunas notas que deposito cuidadosamente en mi computadora con la intención, dentro de un tiempo impreciso y fluvial, de recurrir a ellas para ilustrar alguna imagen propia con una mano ajena. El libro Invisible de Paul Auster (uno de mis autores preferidos, lo digo sin avergonzarme) está sobre mi falda y mientras giro la cabeza como si se tratara de un ejercicio de relajación cervical, calculo cuantos libros he leído de él. No consigo un número concreto. Pero sí puedo determinar que, a mi espalda, en la biblioteca tengo doce, todos editados por Anagrama. Esta circunstancia casual posiciona a Invisible con un indeseable número trece, y la profecía está cumplida: esta novela que ha dividido la crítica entre los que la consideran genial y los que les parece lo peor de lo peor, lleva le número maldito. El propio autor se inscribe en el primer bando, aunque seguramente lo hace por contrato. Mientras tanto, el autor de estas líneas se siente más cómodo en el segundo bando.
Sin dudas hecho en falta esa poética austeriana tan urbana y brookliniano que, como la mejores de Woody Allen, hace de la lectura brumosa un placer también presente en guasos como Pamuk.
Invisible abandona ese placer propio de la cerveza espumosa y compleja para transformarse en alguna variante de una ginebra que rasguña la garganta. Aunque nadie se puede considerar bebedor sin una buena curda de ginebra, pareciera que es otro Auster él que mete el dedo en el incesto sin la elegancia de aquellos polvos que nos supo regalar en mejores tiempos encuadernados con el sello A. París, la ciudad que nació escrita y tatuada en la buena literatura, pasa inadvertida en un texto que ha perdido toda el entramado que los lectores de pablito valoramos tanto al destejer sus libros. Y eso es imperdonable. Ojalá que el próximo, ya en las tripas de la industria editorial, nos devuelva esa cadencia de coincidencias a las que nos tiene acostumbrados el azar austeriano.-
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