(Publicado por la sección de opinión de La Voz del Interior, el 11/9/2009)
Hoy, 11 de Septiembre, día del maestro, debería ser el día de la democracia y para celebrarlo todo el mundo tendría que usar guardapolvos.
Para asistir a la primera clase de la vida debería ser requisito conocer el origen de la palabra maestro. Esta proviene directamente de los romanos, del término latino magistri y que se refería a quienes enseñaban en las casas patricias. Generalmente eran esclavos griegos, más cultos que los propios romanos. Muchos autores consideran que se trata de una palabra compuesta por magis (mas) y ter (contrastativo que se opone a minister, inexperto, aprendiz). Aunque responde a la misma procedencia que magistrado o magistral, términos que conservan la raíz por haber sido actividades destinadas a personas nobles. En cualquier caso, ser maestro era el grado máximo al que podía aspirar todo aquel que no fuera de casta. Enseñar, también tiene una etimología compuesta, pero sobre signare, señalar. Nos habla de indicar el camino y con licencia poética, podría interpretarse como encontrar un camino, un signo. Son sus parientes diseño, asignatura, o significado.
Pasados decenas de siglos, el maestro y la enseñanza, no han variado demasiado. De hecho son los maestros quienes aportan significado a los grandes hitos de la vida. Fue la maestra de primer grado, en 1983, quien nos explicó con gran excitación qué era la democracia, y a fuerza de una semana dibujando en el pizarrón, los alumnos más pequeños del Colegio Mariano Moreno entendimos y comenzamos a poseer la libertad. La maestra de segundo grado me enseño la sensación de estar enamorado (de ella), y así podría seguir año a año, desglosando los principales sustantivos de la vida. En casa me lo explicaban todo, pero sin la excepcional puntería que tenían las maestras al dispararme conceptos en la sien.
La igualdad fue otro concepto que, en un territorio de diversidad, ingresó en mi ideario gracias a la escuela pública. Allí los bancos podían estar ocupados por el hijo de un canillita, o el hijo de un juez, sin que fuera un dato relevante. Tal vez ahora la igualdad no sea como entonces, pero en los ochenta todos veníamos de lugares distintos para estar juntos y de blanco.
Justamente los guardapolvos y su blancura, parecen haber nacido para erradicar la desigualdad y aportar sencillez. Hay un puñado de personas que se adjudican esta idea (Pablo Pizurno o Matilde Figueira de Díaz, entre otros) que nos diferencia de otros países donde se optaron por colores prácticos y oscuros.
La blanca luminiscencia del caso argentino esconde, además de alguna travesura y mucho jabón en polvo, buenas historias: En 1919, gobernando Yrigoyen, se ordenó que quienes no pudieran comprar un guardapolvo, podrían solicitarlo en la cooperadora de la escuela. La prenda para el aprendizaje era un elemento de profundo poder democratizante. Ochenta años después, en 1999, durante la carpa blanca en defensa de la educación pública, los visitantes ilustres que llegaban a ofrecer su solidaridad recibían como símbolo un guardapolvo blanco.
Así como las banderas no se lavan, la mancha roja del guardapolvo que llevaba bordado el nombre de Carlos Fuentealba es indeleble y permanente. Es una herida social que no cicatrizará jamás.
Los troesmas
En Córdoba, una ciudad marcada por su generosa población universitaria, además de maestros tenemos esta especie de docentes, tal vez en extinción. El término troesma supera ampliamente la idea y etimología de maestro. Esta palabra, erradamente vinculada con tetrabrí, tiene su correcta etimología emparentada con sustantivos como totín, gomia o jermu. Todos elementos centrales en la cosmovisión local.
En este caso se hace alusión a una persona que ha dejado de ser un maestro para ascender a una categoría aun mayor, la de los tipos fuera de serie. Ellos son admirados y respetados por igual, y contra la probabilística de la enseñanza, en el caso de los maestros, los troesmas son infalibles. Como el Papa, pero sin celibato.
Un troesma suele haber hecho uno, o varios, hallazgos (por no usar el término milagros) de tal magnitud que es un docente en la vida misma y ya no necesita la formalidad del aula. Su entera existencia ha pasado a ser la de un semidios, a tal punto que generalmente son aludidos con signos de exclamación en frases como ¡qué troesma! Sus alumnos somos todos, porque su ámbito de actuación es la globalidad cordobesa, y dado que no usan guardapolvos es muy difícil saber cuando estamos frente a uno, hasta que exhibe su artillería vivencial. Así como un maestro nos formará lentamente, invitándonos a reflexionar, un troesma es letalmente veloz y nos dejará boquiabiertos.
Ciber maestros
En plena revolución de las tecnologías de la información y la comunicación, la enseñanza ha roto el paradigma del contacto presencial y a la fecha, es cada vez más virtual. Miles de alumnos, sobre todo de niveles universitarios y de post-grado eligen esta opción en el mundo, y como contra cara, son los alumnos de la enseñanza primaria quienes le exigen cada vez más informatización a sus maestros.
Escuela pública, maestra particular
Como casi todos los argentinos hasta los años noventa, sólo conocimos el abrazo de la educación pública. Y, a diferencia de los cibermaestros, esa educación pública estaba personificada en una mujer grande, de tacos anchos y pollera, con una cabeza coronada por un rodete, y cuya militancia en la causa de la enseñanza le había conferido una presencia mucho más poderosa que la de un soldado, un policía o un juez. Una maestra y su cuerpo desplazaban una onda expansiva de respeto que les confería un poder plenipotenciario. Pido perdón por lo autorreferencial de la ilustración, pero mi abuela Laurita -que era docente pública en varias instituciones como el Carbó, y maestra particular de inglés- me proveyó de la única educación privada que recibí. De hecho fui el último en sentarme frente a frente, en su juego de living (que hoy es mi herencia más preciada), con los libros de inglés sobre la mesa. El mayor inconveniente de mis clases de inglés particulares era que por entonces mi abuela pisaba los 80 años y una fragilidad de memoria que le impedía recordar que clase nos tocaba. La cosa se agravó cuando casi todos los días Martes me ofrecía la misma clase, pero con una solvencia y elegancia tan conmovedora que nunca me atrevía a decirle nada. Es que mi abuela (y como ella, tantas otras personas que leen esta nota mientras una percha sostiene su guardapolvos recién planchado), además de ser una gran maestra, era una troesma.-
Comentarios