Las industrias culturales son un monstruo grande y pisan fuerte. Además son una elegante dupla de palabras en boca de todos, que toman cuerpo cuando Néstor García Canclini las define como un conjunto de actividades de producción, comercialización y comunicación en gran escala, de mensajes y bienes culturales que favorecen la difusión masiva, nacional e internacional, de la información y el entretenimiento. Una manera conceptual de enumerar la industria editorial, los medios de comunicación -gráficos o audiovisuales-, el cine, el dvd, la televisión, la radio, el obsoleto aparato fonográfico, y lo concerniente a la internet.
Si tomamos café con una persona cuyo flujo de endorfinas es alto, diría “¡buenísimo! gracias a las industrias culturales o creativas, desde los países menos desarrollados podemos emitir un mensaje a nivel global y, a la vez, disfrutar de toda la diversidad cultural que flota on-line”; “Las industrias culturales son la democratización de la cultura.”
Con las endorfinas a nivel de vertedero se llega a otra conclusión: la democracia, en términos de consumo de bienes culturales, es un derecho que se ejerce como consecuencia de una buena dosis de publicidad. Nadie quiere leer, ver, y por consiguiente comprar lo que no impone el marketing. Si vas al cyber, o disfrutas del adsl en la oficina, buscarás noticias en CNN, o en ESPN. Y para ello usaras un programa Microsoft.
El norte sigue llenando a borbotones el embudo que hincha las panzas del hemisferio sur. Conectada al pico, Argentina es uno de los países con mayor penetración (¡vaya término!) de la tv por cable. Pero los EEUU,
No todo es culpa del tío Sam. El negocio de lo cultural es un ámbito fuertemente polarizado desde un hemisferio hacia el otro, pero también dentro de nuestro país. Estamos juntado del piso los papelitos que dejó la 32va feria del libro de Buenos Aires con 1.2 millones de asistentes y más cantidad de ventas –fundamentalmente autores de cepa comercial- que años anteriores; o estamos viendo como el Código da Vinci inunda hegemónicamente las salas de cine con 208 copias (que en muchos multicines representan varias salas más). Aunque esto no es nada, pronto su tv latinoamericano le ofrecerá la versión en teleserie. Gentileza de Sony Pictures.
Matemática africana
En este panorama, lo editorial es una pata del monstruo llamado industrias culturales. Un monstruo que escupe símbolos que se clavan en nuestras cabezas como estrellitas ninjas.
Mientras Dan Brown, las grandes editoriales y las distribuidoras cinematográficas siguen moviendo el facturero, en un seminario de Industrias Culturales hablaba Leopoldo Kulesz, un editor independiente (Libros del Zorzal) cuyo capital inicial constaba de dos mochilas para distribuir ejemplares. Leopoldo, con frescura, reivindica un sistema matemático arcaico todavía usado en pocas tribus africanas, que define los números en: uno, dos y muchos. En esa lógica, se siente orgulloso de editar muchos libros de muchos autores.
Así se está componiendo el imaginario colectivo, con las megaproducciones hollywoodenses brillando unánimemente en las pantallas de cine de todo el mundo, mientras en el otro extremo del arco, el arco de Córdoba, las artesanales producciones locales son víctimas de políticas de comercialización y distribución perversas. Por consiguiente, resulta más fácil hacerse de un bestseller cualquiera, en la cola del supermercado, que comprar un libro de Federico Falco o Luciano Lamberti. Autores que viven en la otra cuadra y van al mismo súper, pero cuya obra sólo se encuentra en los estantes de Rubén libros y una o dos ferias intermitentes de
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